CONFESIONES DE UN SICARIO: ‘YO HE CAVADO LA TUMBA DE 250 CUERPOS’

Formó parte del brazo ejecutor del narcotráfico en la frontera norte. Su itinerario puede resumirse así: “infancia, policía, narco, Dios”. En la habitación de un hotel, mientras huía de sus antiguos jefes, el asesino de 250 hombres le hizo al periodista Charles Bowden una relación estremecedora.
Se siente orgulloso de su trabajo. Los buenos asesinos dibujan un patrón muy preciso sobre la puerta del conductor.
“Juárez es un cementerio. Yo he cavado la tumba de 250 cuerpos”, dice.
Los muertos, los 250 cuerpos, son detalles, gente que él ha desaparecido, enterrándola en agujeros mortales.
Al preguntarle cómo se convirtió en asesino. Sonríe y responde: “Me creció el brazo”.
Después agarra una hoja de papel, dibuja cinco líneas verticales, y escribe con tinta negra: “INFANCIA, POLICÍA, NARCO, DIOS”. Las cuatro fases de su vida.
No puede dejar rastros. No puede renunciar a los hábitos de toda una vida. “Cuando creía en el Señor”, dice “huía de los muertos”.
“Mi infancia fue normal”, insiste. No va a tolerar la explicación facilona de que es producto del abuso.
“Éramos muy pobres, estábamos muy necesitados”, continúa. “Llegamos del sur a la frontera, para sobrevivir. Mi gente se metió a la maquila. Yo fui a la escuela. Mi padre no me maltrataba. Mi padre trabajaba, era un hombre trabajador. Entraba a las seis de la tarde y salía a las seis de la mañana, seis días a la semana. El resto del tiempo dormía. Mi madre hacía las veces de madre y padre. Limpiaba casas en El Paso tres veces a la semana. Había que alimentar a 12 niños”.
No quiere ser una víctima, ni de la pobreza ni de sus padres. Se hizo asesino porque es una manera de vivir, no por algún trauma. Sus ojos son limpios e inteligentes. Y fríos.
Estaba en la “prepa” cuando la policía estatal lo recluta junto con algunos de sus amigos. Reciben 50 dólares por pasar coches por el puente de El Paso; luego los estacionan y se van. Nunca saben qué hay en los coches y nunca preguntan. Después de la entrega los llevan a un motel donde siempre hay mujeres y coca disponibles.
Deja la escuela porque no tiene dinero. Y luego la policía echa mano de su grupo de amigos que ha movido droga para ellos en El Paso y los manda a la academia de policía. En su caso, como sólo tiene 17 años, el alcalde de Juárez interviene para que pueda entrar.
“Nos pagaban 150 dólares a la semana como cadetes”, dice, “pero de El Paso nos mandaban un bono de mil dólares mensuales. Todos los días había droga y alcohol para armar fiestas en la academia. Los fines de semana sobornábamos a los guardias para ir a El Paso. A mí me mandaron a la escuela del FBI; me enseñaron a detectar armas, drogas y vehículos robados. El entrenamiento fue muy bueno”.
Después de la graduación, ningún departamento lo quería porque era demasiado joven. Pero los agentes estadunidenses insistieron en que le dieran un buen rango. Y se lo dieron.
“Tenía a ocho personas bajo mi mando”, continúa. “Dos eran buenos y honestos. Los otros seis andaban metidos en drogas y secuestros”.
Hay dos unidades de la policía del estado en Juárez especializadas en secuestro, y la suya era una de ellas. La comisión oficial para ambas era detener los secuestros. Pero, en realidad, una unidad secuestra a la persona y se la da a la otra para que la mate, procedimiento más rápido que el de cuidarla mientras esperan el rescate. A veces fingían descubrir el cuerpo días después del secuestro.

El orden se derrumbó. Los pagos a la policía del estado provenientes de una cuenta en Estados Unidos se terminaron. Y cada unidad tuvo que arreglárselas por sí sola.
“No tengo una idea clara de cómo y cuándo me convertí en sicario”, afirma. “Al principio, levantaba gente y se la entregaba a los asesinos. Y luego mi brazo comenzó a crecer porque estrangulaba gente. Podía ganar 20 mil dólares por un asesinato”.
Antes de la muerte de Carrillo, no era fácil meter coca en Juárez porque “si abrías un kilo, te mataban”. Así que él y su tropa cruzaban el puente hacia El Paso para hacer negocios. Para ese momento controla a una banda de secuestradores y asesinos, trabaja para un cártel que almacena toneladas de cocaína en bodegas clandestinas en Juárez, y tiene que entrar a Estados Unidos para conseguir las suyas.
Eso cambió después de la muerte de Carrillo. Le entró duro a la coca, las anfetaminas y el alcohol; podía estar despierto una semana. También fue en esa época cuando adquirió sus habilidades: estrangulamiento, asesinato con cuchillo y pistola, acribillamiento de coche a coche, tortura, secuestro, y desaparición de personas, a las que simplemente enterraba en un hoyo.
Menciona el caso de Víctor Manuel Oropeza, un doctor que escribió una columna para un periódico. En ella relacionaba a la policía con el narco. Fue acuchillado en su oficina en 1991.
“La gente que lo mató fue la que me entrenó. Los sicarios no nacen, se hacen”.
Él se convirtió en un hombre nuevo en un mundo nuevo.
A ojos del gobierno estadunidense, la industria de la droga en México está muy organizada, los cárteles están estructurados como corporaciones que realizan juntas de trabajo periódicamente.
Pero aras de tierra, con los sicarios, no hay estructura que valga. Él mata por todo México, trabaja para varios grupos, pero nunca sabe cómo están conectadas las cosas, nunca conoce en persona a los jefes y nunca hace preguntas. Así, recorre los múltiples puestos fronterizos de su imperio subterráneo, pero lo hace sin mapas ni directorios. Pertenece a una célula y sólo puede traicionar al puñado de gente de su célula. Nunca sabrá bien a bien qué cártel le paga.
Me habla de un jefe —un lugarteniente de Vicente Carrillo Fuentes que actualmente encabeza el Cártel de Juárez—, “un hombre lleno de odio, un hombre que odia incluso a su propia familia. Podría cortar a un bebé en frente de su padre para hacerlo hablar”.
Dice que ese hombre es una bestia. Ahora divaga, está regresando a un tiempo y un lugar que ya abandonó, el coto de caza en el que masacraba y derrochaba cinco mil dólares en una tarde. Recuerda cuando unos fuereños trataron de llegar a Juárez para apoderarse de la plaza, de la frontera. Al principio, la organización los mataba y los colgaba de cabeza. Después, durante un tiempo, les hacían el nudo de corbata colombiano: la garganta cortada, la lengua pendiendo por la raja. Luego hubo una avalancha de “collares”: el cuerpo quemado era encontrado con un remate carbonizado en lugar de la cabeza, los hilos metálicos de las llantas abrazaban a los cadáveres como aros ennegrecidos.
Ha vivido como un dios que destruye mundos. La habitación está inmóvil, demasiado quieta, la televisión es un ojo en blanco, el beige de las paredes lo anestesia todo, el ventilador da vueltas. Sus brazos descansan en la mesa de madera. Todo se siente sólido, todo está tranquilo.
Pero su cara refleja miedo. No miedo de mí sino de algo que ninguno de los dos puede definir, una máquina de muerte sin conductor a la vista. No existe un cuartel del que se tenga que escapar, no existe ningún jefe del que deba cuidarse.
Alguien dio luz verde y ahora cualquiera que conozca el contrato puede matarlo y reclamar el dinero. El nombre de su asesino es legión.
Puede esconderse, pero eso sólo compra un poco de tiempo, y si comete un error grave acabará muerto. Sus cazadores pueden ser pacientes. Es como un billete de lotería que un día alguien cobrará.
La máquina de matar corre desbocada por las calles, las armas listas, siempre en el camino, sin dirección, merodeando al azar en busca de sangre fresca. El día llega y se va, y matan a 10 o más.
Ya nadie es capaz de llevar la cuenta, además, algunos cuerpos simplemente desaparecen y es imposible rastrearlos.
Yo crucé el río hace como 20 años —no recuerdo la fecha con exactitud porque aún no sé qué significa cruzar la frontera, excepto que ya nunca regresas. Sólo sé que la crucé y ahora naufrago en una costa distante. Es como matar.
“No somos monstruos” explica. “Tenemos educación, sentimientos. Yo podía dejar de torturar a alguien, ir a cenar con mi familia y regresar. Desconectas ciertas partes de tu mente. Es un trabajo, sigues órdenes”.
Durante algún tiempo su pasado estuvo muerto para él, lo desconectó. Pero ahora está de regreso. Piensa que Dios me envió para que otros conozcan su historia.
Como todos, quiere que su vida tenga un significado, y yo debo escribirlo y mostrárselo al mundo. Debe tener cuidado, por supuesto.
Cuando abandonó esa vida hace dos años, la organización le puso precio a su cabeza: 250 mil dólares. No sabe si la cifra ha aumentado, pero no cree que haya disminuido. Por ahora, sabe que Dios lo protege a él y a su familia, pero aún así debe cuidarse.
“Ya no hago cosas malas”, dice, “pero no puedo dejar de ser precavido. Es un hábito. Así me siento seguro. Ya me han matado dos veces, ¿sabías?”.
Se levanta la camisa y me enseña las cicatrices de dos ráfagas de AK-47 que recibió en distintos momentos.
“Estuve en coma durante un tiempo”, prosigue. “Pesaba 130 kilos cuando llegué al hospital, a un narcohospital, y salí pesando 60”.
“La primera persona que maté… Bueno, éramos policías estatales y estábamos patrullando”, dice. “Le hablaron a mi compañero al celular y le dijeron que el hombre que buscábamos estaba en un centro comercial. Así que fuimos ahí, lo agarramos y lo metimos en el coche”.
Puede que las víctimas tengan un millón de dólares, pero para cuando termina el trabajo ya les quitaron todo, su fortuna entera, y tal vez, sólo tal vez, dejan que la mujer se quede con la casa y el coche.
Hay gente que vive secuestrada dos o tres años. Después de darles de comer, los golpean, así empiezan a asociar la comida con el dolor. Muy de vez en cuando llega la orden de soltar a un prisionero.
Los llevan vendados a algún parque y les dicen que cuenten hasta 50 antes de quitarse la venda. Incluso en ese instante de libertad lloran, porque no pueden creer que los van a soltar, sino que los van a matar.
“A veces”, dice “le quitaban la venda a los que llevaban meses secuestrados para que limpiaran la casa de seguridad. Después de un tiempo, creían que eran parte de la organización y se identificaban con los guardias que los golpeaban. Componían canciones sobre sus días ahí, y nos hablaban de todas las cosas buenas que nos darían cuando los soltáramos. A veces, después de golpearlos mucho, les mandábamos videos a sus familias en los que rogaban, desesperados: ‘Denles todo’. Y de pronto llegaba la orden y los matábamos”.
“Quiero que quede claro”, dice, “que yo sentía cosas cuando estaba en las casas de tortura, viendo a la gente tirada en el piso, encharcada en su propio vómito y sangre. No me dejaban ayudarlos”.
No le gusta la gente que mata por matar. No son profesionales. Los verdaderos sicarios matan por dinero. Pero hay gente que lo hace por diversión.
“Hay quien dice: ‘No he matado a nadie en una semana’. Así que van a la calle y matan a alguien. Esta gente no pertenece al mundo del crimen organizado. Están locos. Si descubres que alguien de tu unidad es así, lo matas. A los que realmente quieres reclutar son a policías o ex policías —asesinos entrenados”.
Comments
Post a Comment